05 septiembre, 2006

INTERCAMBIO DE FLUIDOS


“Son dos formas muy diferentes y ambas están bien. Como preferencia personal diría que con amor, pero porque ahora lo tengo. Si fuera sin amor me parecería también estupendo”. Esta es la contestación que da a la pregunta “Tome partido en el eterno debate: el sexo, ¿mejor con o sin amor?”, la actriz protagonista de la película «Locos por el sexo» en una entrevista aparecida hace unos días en un periódico de tirada nacional.

Esa frase es fiel reflejo del sentir de una parte importante de la sociedad, a la cual le importa mucho más el placer y el culto al ego, que el sacrificio que puede suponer la entrega generosa a una sola persona con la que se quiere formar una familia. Es una muestra más del relativismo que impera en la sociedad en nuestro tiempo y del egoísmo en el que se está acomodando, tanto la forma de pensar, como la forma de actuar de las personas.

Bajo el término de “revolución sexual”, desde hace varias décadas se ha ido cambiando la forma de vivir las relaciones entre un hombre y una mujer. Se ha pasado de un principio de vínculo basado en el amor conyugal, a otro basado en el consentimiento mutuo entre dos personas, en el que la moral queda subordinada a la subjetividad. Es decir, las relaciones sexuales y la procreación se han disociado del matrimonio, y como consecuencia de esto, esa revolución sexual ha llevado a convertir el sexo en un aspecto secundario del matrimonio, pues por desgracia, parece que es mucho más habitual que se produzca fuera de él.

Esto no es nada más y nada menos que una nueva degradación de la familia, ya que desaparece el sentido de una entrega mutua y plena, física, mental, espiritual y para siempre de los esposos. Y se pretende sustituir por una especie de contrato no escrito mediante el cual dos personas permanecerán juntas mientras haya afecto, placer o simplemente exista atractivo físico.

De esta manera se va en contra de lo que todas las sociedades han privilegiado siempre: un tipo de entorno estable para las relaciones sexuales, reconociendo en ellas una profunda dimensión moral y unas consecuencias que trascienden con mucho la intimidad de la alcoba. Y ese entorno no es otro que el matrimonio, ya que al fin y al cabo, el matrimonio ha sido, es y será siempre la unión de un hombre y una mujer, la más adecuada para procrear y educar a los hijos, y moralizar el comportamiento sexual humano. Y todo lo que no sea así no tendrá más sentido que el de un intercambio de fluidos que pondrá la sexualidad del ser humano por detrás de la de cualquier otra especie animal, ya que sólo estará orientada al placer.